19 de abril de 2020
NOVELAS RECOMENDABLES
"Americanah , que recoge el término burlón con que los nigerianos se refieren a los que vuelven de Estados Unidos dándose aires, es una historia de amor a lo largo de tres décadas y tres continentes, la historia de cómo se crea una identidad al margen de los dictados de la sociedad y sus prejuicios". La he leído el mes pasado y me ha entretenido mucho. He aprendido sobre el modo de vida tanto de USA, de UK y de para mí más decononocida NigeriaLa estoy leyendo ahora. Es una continuación de El cuento de la criada, la acción transcurre quince años después de los acontecimientos narrados allí, pero basándose en la historia de tres mujeres totalmente distintas. Aunque describe un mundo -La República de Gilead- que, por su régimen autoritario nos podría asustar en estos momentos de confinamiento, Margaret Atwood, con su imaginación y su capacidad literaria, consigue que nos olvidemos de lo cotidiano y consigue trasladarnos al mundo de las tres mujeres haciéndonos partícipes de sus vidas. Muy recomendable.
Sueño feliz
18 de abril
Esta noche ha sido diferente, he tenido un sueño o varios
sueños, vaya usted a saber lo que pasa ahí dentro, del que me acordaba al
despertar y que ha sido muy de mi gusto: Estaba rodando una película. El
director era español, uno de los conocidos pero menos, no de primerísima fila,
un buen artesano. En el sueño sabía el nombre, pero ahora no.
Yo tenía un papelito, pero además el director me pidió que le
ayudara en la dirección de actores, más bien de actrices. En la trama había
varias escenas de grupo de mujeres y él y yo sabíamos que eso se me daba muy
bien (¿?). ¡Qué ilusión1 ¿Cuándo podré volver a dirigir? Hoy han publicado en
el CDAEA, en la página Teatro para una crisis la pieza que me pidieron. Hay obritas de muchos autores,
la mayoría de ellas sin mucha enjundia, se han escrito de prisa y todos
angustiados e influidos por lo que estamos viviendo. La mía lo mejor que tiene
es el boceto escenográfico de Antonio
16 de abril de 2020
CONFINAMIENTO 3
16 de abril 2020
Hoy estoy de bajón, no he hecho los
ejercicios, ni siquiera un calentamiento chiquitito, ni tai chi, ni nada.
Bueno, salí esta mañana con el perro, aproveché para poner el coche en marcha –
llevaba más de un mes sin encender ese motor que ya tiene sus años y la batería puede descargarse por la
inactividad - , fui al estanco y a la frutería. Con esto quiero decir que algo
me he movido. Pero las noticias no son muy buenas: aunque no sube el número de
muertos, son muchos más de 500 diarios y los contagios continúan. Claro que se
están haciendo más tests y esto contribuye a que aumenten. Por otra parte, he
leído que los tests rápidos no sirven para casi nada, solo los PCR son fiables,
y de esos no hay para todo el mundo y los resultados tardan en conocerse.
En fin, que este mediodía me
dispuse a preparar el cocido y me serví mi vermut (bebida a la que me he
aficionado desde que hace dos meses dejé la cerveza porque me llenaba de gases).
Normalmente el vermú me sube el ánimo y ya enfrento la comida y la tarde con un
espíritu más tranquilo, más ligero. Sobre todo porque tras la comida viene un
poco de tele y una siesta. Pero hoy el vermú no hizo su esperado efecto, al
contrario, cayó en mi barriga como una bomba, me entraron retortijones y, como
consecuencia, muy mal humor.
En ese momento perdí el gusto por
cocinar. El cocido ya no tenía ninguna gracia para mí. Todo eran pegas: había
poca carne tanto de pollo como de ternera,
solo tenía costilla salada, ni espinazo, ni hueso blanco; la calabaza
era poca y un tanto mustia… Además, como ahora para usar la antigua olla exprés
(la nueva la compré en Ikea y es una mierda además de pequeña) en la placa de
inducción tengo que poner un adaptador que hace que tarde siglos en hervir, no
estuvo listo el cocido hasta las 15:30.
Sí, ya sé, son contratiempos
insignificantes, comparado con lo que
están viviendo otras personas en estos momentos. Porque ni yo ni nadie de mi
familia estamos enfermos y eso debería bastar para dar gracias a la naturaleza.
Pero soy humana y vivimos una situación muy inquietante y, a veces, me
desespera no tener idea de lo que está pasando realmente ni de cuándo se verá
el fin de esta crisis terrible. Sé que soy privilegiada porque vivo en una casa
amplia, con una azotea grande llena de flores, estoy acompañada y tengo un
perro; y, a pesar de mi edad, no tengo ninguna patología grave.
Valle de lágrimas, le llamó alguno
y sí, la vida tiene momentos preciosos, alegres, llamémosles felices, ¿por qué
no? Sí, felices, pero la mayoría de las
veces cuando estamos viviendo esos momentos no somos conscientes de la
singularidad de los mismos. La ignorancia de la felicidad. Ay, si pudiéramos
volver atrás a algunos de ellos y regocijarnos al abrazar a una amiga, a una
nieta, a una hija. ¿Cuántos besos no daríamos ahora que sabemos que no siempre
se pueden dar? Creo que comprendo por qué las mujeres mayores dan esos besos
repetidos, pequeños besos muy seguidos de los que a veces nos hemos quejado y,
ahora lo veo, burlado injustamente.
15 de abril de 2020
4 de abril
4 de abril
Hoy cumple mi nieto Juan
cuatro años. No los veo desde el ocho de enero en que volvimos a Sevilla .tras
pasar las vacaciones de Reyes en Barcelona. El 28 de febrero, día de Andalucía,
mi intención era haber subido de nuevo, pero mi hermano me pidió que le dejara
el puente, ya que su mujer, que es profesora, no tendría muchas ocasiones de
viajar durante el curso. Accedí y me quedé al cargo de mi madre, consolándome
el hecho de que mi hija y nietos vendrían
a finales de marzo para el homenaje que sus antiguos estudiantes le estaban
preparando a mi marido.
Pero
algo en mi interior me decía que hacía mal en no viajar esos días, en no
aprovechar cualquier ocasión para abrazar a los que tenía a mil kilómetros.
Hoy, solo un mes y medio después, han pasado tantas cosas que parece que no
estemos en el mismo año, ni en el mismo país, ni en la misma sociedad: mi madre
ha muerto, se fue el 19 de marzo, la incineramos, en la más absoluta soledad,
el 20 –el mismo día que hubiera empezado el homenaje a mi marido-. Mi hija no pudo venir, no era conveniente por
temor a los contagios. Ya entonces se había declarado el estado de alarma y
estaban desaconsejados los desplazamientos imprescindibles, así que fuimos
cinco los que la acompañamos en su última andadura hacia la otra orilla. Seis
días antes nos prohibieron la entrada a la residencia donde la cuidaban desde que se
rompió la cadera a fines de noviembre. Seis días en los que ella no vio un
rostro conocido, un rostro que la hiciera sonreír. Creo que se dejó ir. A sus
casi 100 años consideró que lo que estaba viviendo ya no le proporcionaba
compensación para las limitaciones que la edad le imponía. Se fue, se echó a
dormir y ya no despertó.
No hubo
responso, ni reunión familiar, ni llantos compartidos al rememorar anécdotas de
su vida con parientes del pueblo, ni misas, ni comidas en su honor. Solo la
espera debajo de una pérgola del cementerio, al resguardo de la lluvia fría de
marzo. Después de dos horas y media nos dieron la urna de color burdeos, que
habíamos elegido el día anterior. Y nos marchamos a casa en tres coches
distintos para guardar las distancias de seguridad.
Hoy, 4
de abril, no hace todavía un mes y, sin embargo, es como si hubiera pasado
mucho tiempo. Llevamos más de treinta
días confinados, hemos tenido que reinventar nuestras vidas, adaptándonos a
unas rutinas falsas, pero necesarias para conservar algo de cordura.
Sentimientos de miedo, angustia,
insomnio, dolor, desesperación nos atraviesan a diario…Y eso que no hemos
sufrido la enfermedad en nuestras carnes, no la hemos vivido en primera persona
como las que están en los hospitales, tanto enfermos como médicos y cuidadores
de todo tipo. Estas personas que se tienen que tragar a diario sus angustias y
problemas personales (como dejar a sus hijos en manos extrañas) para enfrentarse
a un trabajo de alta peligrosidad.
Hoy porque estamos en confinamiento y aunque posiblemente nunca nadie lea este texto, o tal vez por eso mismo, quiero compartir este recuerdo-relato de mis primeros días.
Madrugada del 3 al 4 de enero. Barcelona. 2018
Un dolor de garganta me ha
despertado a las 3,30. Miel, limón, manzanilla caliente y pensamientos. Esta
noche, en una de las pausas de mi cuento cotidiano, mi nieta me ha pedido que
escriba todo lo que me ha pasado. ¡Todo! Hace ya varios meses que cuando
estamos juntas a la hora de dormir no echo mano de los cuentos tradicionales,
sino que o me invento uno en el que ella pueda participar definiendo
personajes, lugares, incluso acontecimientos, o le voy contando retazos de mi
vida. Esto último le encanta.
Lo más difícil de escribir no es publicar, es que te lean- eso
dice siempre una amiga-, pero yo tengo ya una lectora, así que por qué no
aprovechar. Una de las principales excusas que me pongo últimamente para no
escribir relatos es esa: ¿a quién le va a interesar lo que yo tenga que decir?
Pues ahora ya tengo el incentivo, a ver si no me detiene la
pereza.
Uno de los motores de
mi vida ha sido llevarle la contraria a mi madre. Demostrarle que no tenía
razón, que la vida no había que vivirla como ella creía, que era posible hacer
otras cosas, tener otras creencias, perseguir objetivos diferentes.
¿Y cuándo empecé a
seguir esta pauta? Desde el principio, desde el mismísimo día de mi nacimiento.
La pobre había dispuesto todo para que yo, su primer hijo, llegara de forma
gloriosa: canastilla bordada, habitación preciosa, casa acogedora, servicio de
confianza, padres solícitos, con la cartera bien repleta y, por supuesto, la
tienda de ultramarinos familiar. Todo ello en el pueblo del Condado donde ella
había vivido como una reina hasta justo un año antes en que un 28 de diciembre,
cruel ironía, le dio el sí a mi padre.
Pero yo quise entrar
en la vida con mis propias convicciones, afrontando la realidad sin tapujos, cara
a cara; y en vez de esperar hasta el 15 de enero, fecha prevista para el parto,
y nacer en condiciones privilegiadas, decidí no enmascarar el hecho de que
venía a una familia sin recursos, tanto que por el momento, vivía de alquiler
en un cuartucho de una azotea sevillana del barrio de la Macarena.
La situación era
provisional y, de hecho, solo duró dos meses - hasta que nos mudamos a un
pisito en unos pabellones militares recién construidos en un barrio periférico-,
pero era la real en aquellos momentos. Yo no iba a vivir con los abuelos,
rodeada de atenciones y de encajes, yo era la hija de un tenientillo muerto de
hambre, que se había casado con su prima riquita del pueblo. Guapísimo, eso sí, pero que no tenía donde
caerse muerto.
Lo de la azotea lo
entiendo, de ahí me viene mi pasión por el aire libre, por estar fuera de casa,
por sentirme bajo el cielo. Así que decidí, dada mi impaciencia natural,
presentarme quince días antes, el 31. Imagino la desazón de mi madre al verse
en tal tesitura: sin su madre, sin una casa cómoda, sin servicio, sin su
médico. Sin ropa que ponerme. Porque todos los preparativos estaban en el
pueblo. También era una vergüenza.
Pero yo siempre lo
viví como algo divertido, no en el momento, del que no tengo obviamente ninguna
memoria, pero cuando me lo contaban, no sé si por el sentido del humor de mi
padre, que siempre trataba de sacar el lado positivo de las cosas o más bien
porque eso de nacer en fechas navideñas, de esa manera tan improvisada y tan
precaria… ¿No fue eso lo que le pasó al Niño Jesús?
Tampoco el pesebre era
un lugar cómodo, ni su madre tenía ropa que ponerle, ni familiares que le
ayudaran. Mis pastores fueron los vecinos que acudieron al oír los gritos de
dolor de mi madre y que, al percatarse
de las circunstancias, subieron rápidamente lo necesario para el parto y fueron
a avisar a la comadrona. Una vecina, a modo de reina maga, nos ofreció una canastilla completa, dado que su hijo había nacido muerto.
La azotea fue mi
pesebre particular y siempre me he sentido orgullosa de mi origen, Y, aunque no
lo recuerdo, me imagino en el útero empujando fuerte para salir el 31 de
diciembre. Hasta tuve un peculiar rey Herodes en forma de dos accidentes
fortuitos que atentaron contra mi vida:
1.- A la semana de mi nacimiento estuvimos a punto de morir
asfixiados por los gases de un brasero de cisco picón. Fue la llegada de una
tía mía la que, al abrir la puerta consiguió salvarnos.
2.- ¡Y a los quince días de mudarnos al piso militar – cuya
concesión se adelantó milagrosamente para nosotros- se hundió el techo del
cuartucho!
Y hasta ahí mi semejanza con Jesús, mis prometedores comienzos
no alcanzaron nuca la gloria.
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