Madrugada del 3 al 4 de enero. Barcelona. 2018
Un dolor de garganta me ha
despertado a las 3,30. Miel, limón, manzanilla caliente y pensamientos. Esta
noche, en una de las pausas de mi cuento cotidiano, mi nieta me ha pedido que
escriba todo lo que me ha pasado. ¡Todo! Hace ya varios meses que cuando
estamos juntas a la hora de dormir no echo mano de los cuentos tradicionales,
sino que o me invento uno en el que ella pueda participar definiendo
personajes, lugares, incluso acontecimientos, o le voy contando retazos de mi
vida. Esto último le encanta.
Lo más difícil de escribir no es publicar, es que te lean- eso
dice siempre una amiga-, pero yo tengo ya una lectora, así que por qué no
aprovechar. Una de las principales excusas que me pongo últimamente para no
escribir relatos es esa: ¿a quién le va a interesar lo que yo tenga que decir?
Pues ahora ya tengo el incentivo, a ver si no me detiene la
pereza.
Uno de los motores de
mi vida ha sido llevarle la contraria a mi madre. Demostrarle que no tenía
razón, que la vida no había que vivirla como ella creía, que era posible hacer
otras cosas, tener otras creencias, perseguir objetivos diferentes.
¿Y cuándo empecé a
seguir esta pauta? Desde el principio, desde el mismísimo día de mi nacimiento.
La pobre había dispuesto todo para que yo, su primer hijo, llegara de forma
gloriosa: canastilla bordada, habitación preciosa, casa acogedora, servicio de
confianza, padres solícitos, con la cartera bien repleta y, por supuesto, la
tienda de ultramarinos familiar. Todo ello en el pueblo del Condado donde ella
había vivido como una reina hasta justo un año antes en que un 28 de diciembre,
cruel ironía, le dio el sí a mi padre.
Pero yo quise entrar
en la vida con mis propias convicciones, afrontando la realidad sin tapujos, cara
a cara; y en vez de esperar hasta el 15 de enero, fecha prevista para el parto,
y nacer en condiciones privilegiadas, decidí no enmascarar el hecho de que
venía a una familia sin recursos, tanto que por el momento, vivía de alquiler
en un cuartucho de una azotea sevillana del barrio de la Macarena.
La situación era
provisional y, de hecho, solo duró dos meses - hasta que nos mudamos a un
pisito en unos pabellones militares recién construidos en un barrio periférico-,
pero era la real en aquellos momentos. Yo no iba a vivir con los abuelos,
rodeada de atenciones y de encajes, yo era la hija de un tenientillo muerto de
hambre, que se había casado con su prima riquita del pueblo. Guapísimo, eso sí, pero que no tenía donde
caerse muerto.
Lo de la azotea lo
entiendo, de ahí me viene mi pasión por el aire libre, por estar fuera de casa,
por sentirme bajo el cielo. Así que decidí, dada mi impaciencia natural,
presentarme quince días antes, el 31. Imagino la desazón de mi madre al verse
en tal tesitura: sin su madre, sin una casa cómoda, sin servicio, sin su
médico. Sin ropa que ponerme. Porque todos los preparativos estaban en el
pueblo. También era una vergüenza.
Pero yo siempre lo
viví como algo divertido, no en el momento, del que no tengo obviamente ninguna
memoria, pero cuando me lo contaban, no sé si por el sentido del humor de mi
padre, que siempre trataba de sacar el lado positivo de las cosas o más bien
porque eso de nacer en fechas navideñas, de esa manera tan improvisada y tan
precaria… ¿No fue eso lo que le pasó al Niño Jesús?
Tampoco el pesebre era
un lugar cómodo, ni su madre tenía ropa que ponerle, ni familiares que le
ayudaran. Mis pastores fueron los vecinos que acudieron al oír los gritos de
dolor de mi madre y que, al percatarse
de las circunstancias, subieron rápidamente lo necesario para el parto y fueron
a avisar a la comadrona. Una vecina, a modo de reina maga, nos ofreció una canastilla completa, dado que su hijo había nacido muerto.
La azotea fue mi
pesebre particular y siempre me he sentido orgullosa de mi origen, Y, aunque no
lo recuerdo, me imagino en el útero empujando fuerte para salir el 31 de
diciembre. Hasta tuve un peculiar rey Herodes en forma de dos accidentes
fortuitos que atentaron contra mi vida:
1.- A la semana de mi nacimiento estuvimos a punto de morir
asfixiados por los gases de un brasero de cisco picón. Fue la llegada de una
tía mía la que, al abrir la puerta consiguió salvarnos.
2.- ¡Y a los quince días de mudarnos al piso militar – cuya
concesión se adelantó milagrosamente para nosotros- se hundió el techo del
cuartucho!
Y hasta ahí mi semejanza con Jesús, mis prometedores comienzos
no alcanzaron nuca la gloria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario